Ex fiscal en Bahía Blanca, preside la Comisión de la Memoria de la provincia de Buenos Aires y acaba de presentar un estremecedor informe sobre las condiciones de vida en las prisiones bonaerenses. Torturas, un muerto cada tres días, detenidos que salen a robar: una realidad que no se puede ignorar
El sólo título de La Nación nos provocó angustia: “Cada tres días, un preso muere en una cárcel bonaerense”. Y la fuente de la información, absolutamente confiable, resultó ser el Informe del Comité de la Tortura de la Comisión de la Memoria de la provincia de Buenos Aires. Su presidente, el Dr. Hugo Cañón (hasta el 1º de mayo fiscal en Bahía Blanca), entregó, días atrás, a la Suprema Corte provincial este informe pormenorizado del horror que se vive en cárceles que la Constitución argentina quiere “limpias y aptas para recuperar a aquellos que han delinquido y ofendido a la sociedad”.
El Dr. Cañón es un hombre sereno y afable, y nos explica que este informe abarca el año 2008:
—Diferimos su presentación –explica– por el adelantamiento de las elecciones. No queríamos que el Gobierno lo tomara como una crítica que apuntara a algún tipo de ingeniería política y por ello recién ahora, en agosto, lo hemos hecho público. Se ha estudiado todo el período que, incluso, llega hasta diciembre de 2009 y hemos realizado un intenso trabajo de campo. También nos hemos apoyado en los informes que proveen los jueces y fiscales a raíz de medidas tomadas, a nuestro pedido, por la Corte bonaerense, que indica a los jueces y fiscales que nos provean la información correspondiente en forma periódica.
—¿Y todos los jueces cumplen esta disposición?
—No todos. Recopilamos información del 30% de jueces de la provincia y con esa base de datos elaboramos nuestro Informe. Por otra parte, hemos trabajado en un estudio sociológico con la Fundación Gino Germani de la UBA para realizar encuestas entre los mismos internos. La idea es analizar los regímenes de detención en cada cárcel y las diversas modalidades de detención. Por ejemplo, en la cárcel de Olmos hay una fuerte concentración de presos mayores, pocos menores y mucha cantidad de muertes. La cárcel de Alvear (la Nº 30), que tiene una población carcelaria similar a la de Olmos, aplica un régimen totalmente diferente. Allí no hay tantas muertes pero sí muchísimas golpizas, submarino seco, picana eléctrica, represiones de distintos tipos y una modalidad que se da en todas las cárceles: la utilización de balas de goma. Estas balas han ocasionado en los internos, por ejemplo, pérdidas de ojos y otras consecuencias terribles.
—Tenemos entendido que, en la cárcel de Olmos, hay sólo 23 agentes penitenciarios y algo así como “comités” de presos que vigilan a los 1.600 internos, ¿es cierto?
—Esto demuestra la corrupción que también existe en el Servicio Penitenciario. Incluso, puedo darle otro dato más: nosotros hemos logrado detectar que son sólo 18 los guardias que vigilan a los 1.600 internos. Entonces el mecanismo de control del Servicio Penitenciario es “delegar” en aquellos internos que son sumisos y que, de alguna manera, negocian con el Servicio para tener ciertos beneficios. Incluso delinquen para ellos porque, en informes anteriores, hemos obtenido datos en los que observamos que realizan comisiones delictivas aun fuera de los muros de la cárcel. También esto se ha verificado en el ámbito federal de la Ciudad de Buenos Aires. Entonces, estos internos que responden al “Servicio” son los controladores de todos los otros internos. Hay, por lo tanto, reglas de juego específicas que estipulan premios y castigos. ¡Incluso uno de los castigos es no permitir la asistencia a clase de los internos que han decidido estudiar! Realmente en ese caso no se sabe si el estudio es un derecho, una obligación o un premio.
—En todo caso, es privar al detenido de un momento social,de educación.
—Claro, claro… Además, viven en un estado de permanente de recelo interior porque impera allí lo que llamamos el sistema de la crueldad. Es un sistema instalado dentro del Servicio Penitenciario para denigrar la condición humana. Ayer, en la presentación del Informe, habló uno de los jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y describía la tortura no solamente como la aplicación de la picana eléctrica sino como toda forma de violencia que produzca un estado de angustia e incertidumbre permanentes. El solo hecho de saber que a uno le puede suceder lo que ya le ha sucedido al otro es de por sí una tortura también. Es una espada de Damocles que está pendiente y puede caer sobre uno. Una anécdota relata que un interno denunció un pase de picana eléctrica. A raíz de esta denuncia lo fueron trasladando de una unidad a otra y, sistemáticamente, cada vez que llegaba a una nueva cárcel, era castigado. Y en una unidad, luego del castigo, fue llevado al despacho del director que, cuando estaba de pie a su lado, lo lastimó en una pierna con una “faca” mientras le decía: “A vos se te van a ir las ganas de denunciar”. A ese detenido tuvimos que protegerlo y sacarlo del Servicio provincial. De buena fe creíamos que así podíamos garantizar su vida y su seguridad física en las cárceles federales. Pero, aun trasladado a una cárcel federal, también fue castigado. Esto lo conversamos con la gente de la Procuraduría de la Federal que se ocupa de estos casos, y ellos recordaban que este caso de tortura todavía está en investigación ¡desde hace cinco años!
—¿Sin ningún resultado?
—Desgraciadamente, no. Pero si la Justicia fuera diligente y pusiera los ojos donde debe ponerlos y actuara contra todo lo que sea un delito, esto no ocurriría.
—Lo que no se entiende, doctor, es que el ministro de Justicia de la provincia, Dr. Casal, en declaraciones periodísticas dice que el último caso de picana registrado es de siete años atrás.
—Claro. Se refiere a este caso que le estoy mencionando. Es el caso del detenido Cristian López Toledo, hoy ya liberado pero en situación de riesgo. Es un tema que me preocupa particularmente porque sabemos de los métodos. Mire, yo ingresé a la Justicia en La Plata como practicante rentado hace ya 40 años al lado de un gran juez como fue Omar Ozafrain. Con él salíamos a inspeccionar comisarías durante su turno y si había un preso detenido ilegalmente procedía contra el comisario. Y yo escuchaba la frase de los policías. Textualmente decían: “¡Se acabó la joda! Entró de turno Ozafrain”. Había un respeto muy particular por él. Por ejemplo, en aquella época, Ozafrain descubrió un centro de tortura en 1968 que pertenecía a la Brigada de Investigaciones de Avellaneda y funcionaba en la comisaría de Adrogué. Se hicieron allanamientos, se secuestraron elementos de tortura que parecían medievales pero, finalmente, el preso que pudo llevar al juez hasta ese lugar con los ojos cerrados porque había transitado vendado, al poco tiempo apareció muerto. Entonces, en el caso que ahora nos ocupa, mi preocupación por López Toledo se basa en que pueda pasarle algo parecido. Justamente, anoche le decía a la gente del Comité contra la Tortura que debíamos cuidarlo y ayudarlo. El sistema es muy cruel.
—¿Aun con los que están afuera de la cárcel?
—Hay un ensañamiento porque existe el concepto de que el delincuente es un irrecuperable perdido para siempre. Hay también un discurso que circula entre ciertos sectores políticos que dice: “Hay que sacar de la circulación al reincidente”.
—¿También se piensa eso en el Servicio Penitenciario?
—Hay un concepto generalizado en la sociedad. Incluso la cárcel no resocializa al interno. Entra desnudo, se lo arropa un poquito y sale, nuevamente desnudo. No hay ningún tipo de mejora en su calidad de vida. Al contrario. Quien más se mimetiza y disimula su verdadero yo es quien mejor la pasa. Aquel que expresa su rebeldía o genera conflictos es castigado y reprimido violentamente. La consecuencia, obviamente, es negativa. Y cuando sale, la Policía está a la espera. Cuando deben esclarecer un hecho rápidamente y no tienen pistas, lo primero que hacen es acudir a un reincidente porque dicen: “Este debe andar en algo”. Allí empiezan los apremios a los familiares o a los amigos más cercanos para ver en qué andan y a veces hay que sacar una especie de certificado de honestidad para no ser detenido. En esto también tiene que ver la Policía. Por eso hablamos de las dos cosas: Policía y Servicio Penitenciario. En la actualidad, incumpliendo el mandato de la Corte Interamericana de DD.HH., que establece una serie de garantías elementales, se hicieron reformas formales como la no detención por averiguación de antecedentes pero, en cambio, se detiene por averiguación de identidad, que es lo mismo con otro nombre. En esto hemos trabajado juntamente con la Fundación Gino Germani en entrevistas a los comisarios. Ellos dicen: “Es el olfato policial, la mirada que uno pone”. Es decir, juzgar por “portación de cara”.
—Supongo que, al salir de la cárcel, debe ser casi imposible conseguir trabajo pero, y disculpe mi ignorancia, ¿no existe más el Patronato de Liberados que, justamente, se ocupaba de los que salían en libertad después de cumplir la condena?
—El Patronato de Liberados existe e incluso ha aumentado su personal, tiene un aparato burocrático muy grande en la provincia de Buenos Aires, pero hay una enorme desconexión en el seguimiento de la realidad de la persona que egresa. No hay una contención mínima adecuada, y esto se ve antes del egreso. Es un sistema que yo llamé “de la calesita” en una entrevista que tuvimos con la Corte. Es el permanente sistema de circulación de los presos de una cárcel a la otra que, a la vez, es una forma de premios y castigos. Hay presos que han recorrido todas las cárceles de la provincia. Algunos son trasladados hasta cuatro o cinco veces en el mismo mes. Los llevan hacinados en camiones y esto le ocurre al 30% de los detenidos.
—¿Pero pueden ser trasladados sin una orden del juez?
—Sí, eso es lo terrible, porque la ley autoriza al Servicio Penitenciario a trasladarlos. Hay jueces que dicen: “Es mi detenido y si yo no autorizo no me lo toquen”. Pero son pocos los jueces que asumen ese rol que les correspondería. Otros dicen: “A mí la ley no me obliga a controlar si el Servicio los tiene alojados en una u otra cárcel. Que el Servicio disponga”.
—¿No hay una constancia de entrada y salida?
—No hay una verificación. Hace años que venimos pidiendo, y lo reiteramos en cada informe, un registro permanente mediante el cual se sepa dónde está el interno, quién dispone su traslado, por qué motivo se lo traslada, adónde lo llevan. Y esto genera un sistema de desaparición en el que ni los jueces ni los familiares saben dónde están los presos. Me ha tocado visitar cárceles en las que he tenido que prestarle mi celular a un preso que, desde Florencio Varela, había sido llevado a Bahía Blanca.
—¿Pero no hay teléfonos públicos por los que los presos puedan hablar con tarjeta?
—Sí, hay. Pero también, por otro lado, nos encontramos con la carencia de recursos o también con la corrupción interna que hace que vender una tarjeta dentro de la cárcel tenga su costo y pueda significar alguna “prestación de servicios” dentro del sistema de corrupción. Es tal la angustia de no tener conexión con la familia que esto también configura una tortura para ambas partes. ¡Imagínese cuando llega la familia a visitar al detenido y le señalan que ya no está en esa cárcel! Para peor, en general las familias son pobres y marginadas y les cuesta un enorme esfuerzo llegar hasta el lugar de detención. Se produce entonces allí una degradación de la dignidad humana que la sociedad no mira. Nuestra sociedad tiene ciertos méritos como premios Nobel, científicos, deportistas etc., pero también olvida a los que han delinquido o están sospechados de ello. La sociedad tiene que hacerse cargo de lo bueno y de lo malo que convive en ella. Esa negación de la realidad ocurre menos con la Policía porque tiene más contacto con la sociedad y está más civilizada. Pero el Servicio Penitenciario es una catacumba en la que se dispone de la vida y de la muerte con toda tranquilidad.
—Hace ya muchos años, el libro “Las tumbas”, de Enrique Medina, denunciaba este horror.
—Como sociedad, es un fenómeno del que debemos tomar conciencia. Los que integramos la Comisión por la Memoria estamos muy involucrados con el tema de derechos humanos y apuntamos a dar un sostén, desde algún lugar de la sociedad, para poner en palabras esto que sucede. Es nuestra realidad, tenemos que asumirla y no podemos comprar el discurso vacío del poder que niega esta realidad. O también la encubre. Actualmente, en el gobierno de Scioli se ha dado un retroceso porque con el ministro Stornelli se ha vuelto en la provincia a la vieja Policía dándole autonomía en su funcionamiento. El Dr. Arslanian había designado civiles y subdividió la Policía al crear la Policía 2. Para llegar a ser jefe exigía un nivel universitario. Hoy día están derogando esa norma.
—¿Por qué?
—Porque se ha vuelto al viejo sistema de la designación por antigüedad y a dedo. La corporación policial ha retomado el poderío de la vieja “maldita policía”. Se lo hemos dicho al ministro con toda claridad. También al gobernador Scioli. En lo inmediato, puede ser una aparente solución porque la Policía se queda tranquila pero, en el largo plazo, ésta es una factura que se le pasa a toda la sociedad. Ya hemos tenido, en la Argentina, la autonomía militar que nos llevó a sucesivos golpes de Estado.
—Cuando usted hablaba recién de la exigencia de una formación universitaria para ser jefe policial en tiempos de Arslanian, uno no puede dejar de preguntarse: ¿actualmente, cuál es la formación que se le exige al Servicio Penitenciario Nacional?
—Es una formación básica y algunos realizan estudios posteriores en una especialización. Pero para poder actuar hoy en el Servicio Penitenciario y en la Policía se les instruye durante seis meses, con lo cual tenemos policías muy poco experimentados para actuar. Yo estuve en España analizando la Escuela de Policía de Cataluña. El gobierno español ha delegado paulatinamente en las comunidades autónomas un funcionamiento independiente y la Policía Nacional de España y la Guardia Civil tambien lo están haciendo. En Barcelona, al frente de esa escuela de policía está un catedrático de la Universidad local, con autarquía financiera. Cuando entré al edificio, observé que los estudiantes tenían una informalidad que los asemejaba a cualquier estudiante universitario (todos con su computadora, aritos, pelo largo o corto) pero eran policías, tenían una ciudad en miniatura para actuar y practicar en la calle o en las plazas. Cronometran entonces los tiempos y analizan las actuaciones frente, por ejemplo, a un supuesto arrebato, y me decía el director que en esa escuela se dispara la mayor cantidad de tiros de toda España porque las fábricas de armas les facilitan las balas para probarlas y analizar la capacidad de uso que poseen. Me decía el director: “Prefiero que las usen aquí y no que salgan a la calle a matar gente”. Como le decía, en nuestro país, los nuevos policías están en la calle a los seis meses. En Barcelona observé una formación muy grande porque el gobierno de España prefiere tener un cupo importante pero efectuándoles periódicamente estudios psicológicos. Aquel que tiene algún problema de desequilibrio emocional es directamente descartado de la fuerza. La Policía debe estar para garantizar y también tener una absoluta concientización democrática. Es fundamental recordar que la violencia institucional genera siempre más violencia.